Compañía K - William March




"(...) la más grande de todas las mentiras son las palabras "Dios es Amor". Esa es sin duda la peor mentira jamás inventada por el hombre."




March, William. Compañía K
Barcelona: Libros del Silencio, 2012

Company K. Traducció de Bianca Southwood


 Què en diu la contraportada...
En 1917, como tantos otros estadounidenses, William March se alistó voluntariamente en los Marines para combatir en la primera guerra mundial. De aquella experiencia brutal y absurda surgiría Compañía K, que terminó de escribir en 1933: una colección de 113 estampas —tituladas con los nombres y apellidos de cada uno de los soldados que formaban la unidad— en la que nos ofrece una visión de la guerra sumamente realista y humana; un retrato de la estupidez y la violencia a la que se ven obligados los hombres cuando son llevados a los límites de su cordura.

En lo que supone un ejercicio de precisión admirable, March consigue retratar en esta novela la oscuridad del espíritu humano en toda su dimensión; algo verdaderamente insólito tratándose de un superviviente de la Gran Guerra, ya que su generación no tuvo el coraje de escuchar las sombrías verdades que los soldados trajeron de regreso a casa.

Comparada a menudo con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remerque, y con Trampa 22, de Joseph Heller, Compañía K es una obra con una potencia artística fuera de lo común y ha sido considerada la gran antecesora de la literatura antibelicista que se popularizó a partir de la segunda guerra mundial y, sobre todo, a partir de la guerra de Vietnam.


 Com comença...
Hemos cenado y mi esposa y yo estamos sentados en el porche. Todavía falta una hora para que anochezca y mi mujer ha traídos una labor. Es de color rosa y está llena de encaje, algo que está cosiendo para una amiga que se casará dentro de poco.
A nuestro alrededor, los vecinos riegan el césped o están sentados en sus porches, como nosotros. Mi esposa y yo hablamos con algún que otro amigo que pasa por delante y nos saluda con la cabeza o se para a charlar un momento, pero por lo general estamos callados.
Sigo pensando en el libro que acabo de terminar. Me planteo: "Por fin he acabado mi libro, pero me pregunto si he logrado lo que me propuse".
Entonces pienso: "Este libro empezó siendo un testimonio de mi compañía, pero ya no quiero que sea eso. Quiero que sea un testimonio de todas las compañías de todos los ejércitos (...)."
El soldado Joseph Delaney.

 Moments...
(Pàg. 44)
Es fácil distinguir un viejo campo de batalla donde muchos hombres han perdido la vida. La primavera siguiente, la hierba crece más verde y más lozana que la del paisaje circundante; las amapolas son más rojas, los acianos más azules. Brotan por todo el campo y por las paredes de los hoyos formados por los obuses al explotar, y se inclinan, casi rozándose, encima de las trincheras abandonadas, creando una masa de color que se mece todo el día según cómo sopla el viento.
El soldado Joseph Delaney.

(Pàg. 57)
A eso me refiero cuando hablo de los muchachos que se pasan el rato escribiendo cartas a los suyos. No lo entiendo. No son más que tonterías. Cualquiera que se preocupe por otro es un pobre idiota, en mi opinión. A mí todo me importa un comino: aprovéchate de todo lo que puedas, eso es lo que yo digo, y no des nada a cambio, si de ti depende.
El sargento Michael Riggin.

(Pàg. 58)
La guerra es un negocio como cualquier otro, es evidente, y para llegar a alguna parte hay que ajustarse a sus peculiaridades y jugar las cartas tal y como te han sido repartidas.
El sargento Theodore Donohoe.

(Pàg. 75) 
El coronel estaba en la línea esa tarde y, junto con su edecán, observaron mis tiros a través de sus potentes gemelos. Me pusieron por las nubes cuando le di al noveno y yo sonreí como un paladín. Y es qyue aquellos hombres estaban tan lejos que no parecía que matara a nadie, en realidad. De hecho, nunca los había considerado hombres, sino muñecos, y resultaba difícil pensar que algo tan pequeño pudiera sentir dolor o pena.
El sargento Wilbur Tietjen.

(Pàg. 80) 
Me tumbé, acurrucado y tembloroso, en la trinchera poco profunda con el fusil aplastado contra mi cuerpo. La lluvia también empapaba los cadáveres de los hombres enterrados a toda prisa y el aire se inundó de hedor a descomposición.
Vi a un hombre que se acercaba a mí, erguido e impertérrito. Iba descalzo y sus hermosos cabellos eran largos. Alcé el fusil para matarlo, pero cuando me di cuenta de que era Cristo volví a bajarlo.
- ¿Me habrías hecho daño? -me preguntó con tristeza.
Le dije que sí y empecé a blasfemar:
-¡Debería darte vergüenza dejar que siga todo esto! ¡Debería darte vergüenza!
Entonces Cristo extendió sus brazos hacia el campo anegado, hacia la alambrada enredada, hacia los árboles chamuscados cual dientes en un mandíbula macilenta.
- Dime qué debo hacer -dijo-. ¡Dime qué debo hacer, si lo sabes!
En ese momento me puse a llorar y él lloró conmigo y nuestra lágrimas fluyeron con las lentas gotas de la lluvia.
El soldado Edward Romano.

(Pàg. 98)
Encima de mí un tipo hablaba sin parar de Nebraska. Su cabeza, que asomaba por encima de la litera, tenía un color blanco grisáceo y sus uñas habían cobrado un color azulado. Hablaba en voz queda y lenta. Tenía muchas ganas de hablar porque sabía que iba a morir antes de llegar al hospital. Pero no había nadie que lo escuchara. Estábamos allí tumbados, casi en silencio, pensando en nuestras desgracias, como carneros recién castrados, demasiado cansados para consolarnos con juramentos. Permanecimos mudos, mirando fijamente al techo, o echando algún vistazo por las puertas al campo precioso, ahora en plena floración.
El soldado Martin Dailey.

(Pàg. 124)
(...) todos habíamos aprendido algo: si los soldados rasos de cada ejército pudieran reunirse a la orilla de un río para hablar tranquilamente de las cosas, no habría guerra que durara más de una semana.
El soldado Plez Yancey

(Pàg. 131)
Al principio solía escuchar a Les Yawfitz y a ese tal Nallet cuando discutían en la barraca. Los dos habían estudiado en la universidad y siempre tenían algo que decir acerca de cualquier tema que saliera. Pero hablaban sobre todo de la guerra y de que la habían ocasionado unos intereses económicos para unos fines egoístas. Se burlaban de la posibilidad de que el idealismo o el amor a la patria tuvieran algo que ver con la guerra. Es brutal y degradante, decían, y los bobos que luchan son títeres manipulados para servir a los intereses de otros.
Durante un tiempo los escuché y traté de esclarecer mis propias ideas. Entonces dejé de darle más vueltas. Si lo que dicen es verdad, prefiero no saberlo. Me volvería loco y me pegaría un tiro si creyera que esas cosas son cierta. A menos que un hombre realmente lo viva así, no entiendo cómo puede estar dispuesto a... cómo puede permitirse...
De manera que ahora, cuando se ponen a hablar, me levanto y me marcho de la barraca o me vuelvo hacia la pared y me tapo los oidos.
El soldado Emil Ayres. 

(Pàg. 166) 
El cabo Foster estaba colocando a los prisioneros en fila, blasfemando con ira y agitando los brazos. "¿Por qué no me niego a hacerlo? -pensé-. ¿Por qué no nos negamos todos? Si nos plantamos un número suficiente de hombres, ¿qué pueden hacer?" Entonces comprendí claramente la realidad de aquello: "Nosotros también somos prisioneros. Todos somos prisioneros...".
El soldado Walter Drury.

(Pàg. 170) 
"Todo cuanto me han enseñado a creer acerca de la misericordia, la justicia y la virtud es mentira -pensé-. Pero la más grande de todas las mentiras son las palabras "Dios es Amor". Esa es sin duda la peor mentira jamás inventada por el hombre.
El soldado Charles Gordon.

(Pàg. 190)
Unos minutos más y entraremos a atacar. Oigo el tictac de mi reloj. Este silencio es peor que el bombardeo en sí. Nunca he estado bajo fuego enemigo y desconozco si podré soportarlo. No imaginaba que fuera a ser así. Quiero dar media vuelta y echar a correr. Supongo que soy un cobarde.
El soldado Silas Pulman. 

(Pàg. 222)
- (...) He ganado a los oradores y a las funerarias en su propio campo!¡Los he vencido a todos! Nadie más podrá utilizarme como símbolo. ¡Nadie más podrá mentir a costa de mi muerte!
- Chitón! -musitó el alemán-. ¡Chitón! ¡Chitón!
El dolor entonces se hizo tan insoportable que me atraganté y mordí el alambre con los dientes. El soldado alemán se acerco un poco más y puso una mano en mi cabeza.
- Chitón -me rogó-. Chitón, por favor.
Sin embargo, no podía parar. Me retorcí en la alambrada y chillé. El alemán sacó una pistola y empezó a darle vueltas entre las manos, sin mirarme. Entonces colocó el brazo debajo de mi cabeza para levantarme y me besó suavemente la mejilla, repitiendo frases que no comprendía. Me di cuenta de que él también había estado llorando.
-¡Hazlo"-lo insté-. ¡Rápido" ¡Rápido!
Durante unos instantes permaneció donde estaba con las manos temblorosas. Luego apretó el cañón contra mi sien, apartó la mirada y disparó.  Pestañeé un par de veces antes de cerrar completamente los ojos. Apreté los puños y los aflojé muy lentamente.
- He roto la cadena -susurré-. He vencido a la estupidez inherente a la vida.
-¡Chitón! -dijo-.¡Chitón! ¡Chitón! ¡Chitón!.
El soldado desconocído.

(Pàg. 273)
Regresé de la guerra convertido en un hombre huraño y rencoroso. Creí que si los demás captaban el horror y el sinsentido de la guerra, si conocían sus hechos brutales y estúpidos, se negarían a matarse entre sí cuando una sala llena de políticos decidiera por ellos que su honor había sido vulnerado.
El soldado Sylvester Keith.

(Pàg. 280)
(...) Bien, veo que el director está haciendo señas para informarme de que las otras clases ya han acabado, pero antes de pasar a la sala de catequesis quiero que penséis en la bella muerte de Hermie Gladstone, chicos. ¡Es posible que algún día os llamen a vosotros también para defender a vuestra patria y a vuestro Dios! Y cuando llegue ese día, recordad que nuestra vidas no nos pertenecen a nosotros, sino al Creador del universo y al presidente Hoover, y que ¡siempre debemos someternos a su voluntad sin hacer preguntas!
El soldado Colin Wiltsee.

(Pàg. 286)
Nunca me curaré, pero pienso vivir todo el tiempo que pueda. Con solo estar aquí tumbado, respirando, consciente de la vida que me rodea, tengo suficiente. Con solo ver cómo se mueven mis manos y contemplarlas, mientras pienso: "¿Lo ves? Estoy vivo. Muevo las manos", tengo suficiente. Voy a vivir todo el tiempo que pueda y lucharé por el último suspiro que dé. ¡Mejor sufrir los dolores más extremos del infierno que conseguir la libertad de la nada!.
El soldado Theodore Irvine.

(Pàg. 299)
-(...) ¿Por qué me mataste? -preguntó con tristeza-.¿Por qué quisiste hacer eso?
- ¡No volvería a hacerlo! -susurré-. ¡Por Dios que no lo haría!
El alemán movió la cabeza de un lado a otro y de repente levantó los brazos y los extendió.
- Lo único que sabemos es que la vida es dulce y dura poco. ¿Por qué la gente tiene que envidiarse? ¿Por qué nos odiamos? ¿ Por qué somos incapaces de vivir en paz en un mundo tan hermoso y tan amplio?
Me tumbé boca arriba, me aplasté la boca con la almohada y golpeé el colchón con mis débiles manos. Sentía algo semejante al hielo saliendo de mi corazón y fluyendo hacia mi cabeza y hacia mis pies. Tenía las manos frías, además, y me sudaban a chorros, pero mis labios estaban resecos y no conseguía separarlos. Cuando ya no podía soportarlo más, me levanté de la cama de un brinco y me puse de pie en medio de la oscuridad del cuarto, temblando y con el cuerpo apretado contra la pared.
- No lo sé -musité-. No tengo respuestas a tus preguntas.
Entonces alguien que no era yo entró en mi cuerpo y empezó a gritar con mi voz y a golpear la puerta con mis manos.
- ¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé! -dijo una y otra vez, subiendo progresivamente el tono.
El soldado Manuel Burt. 

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